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Karánsebes, cuando el ejército austriaco se derrotó a sí mismo

La historia está llena de episodios catastróficos, donde la estupidez, la incompetencia, el caos y la casualidad terminan siendo factores decisivos en el desarrollo de los acontecimientos. La batalla de Karánsebes, como parte de la guerra austro-turca (1787-1791), pasó a ser uno de los mayores ridículos de la historia militar.

José II de Austria (en la imagen superior) se había embarcado en una guerra contra el Imperio Otomano y en marzo de 1788 partió de Viena rumbo a Valaquia. El monarca austriaco buscaba pasar a la historia como un genio militar, sin embargo, carecía de las aptitudes necesarias que precisa un maestro de la guerra. Por su parte, los aliados rusos de Austria también combatían a los turcos.


Así pues, el ejército austriaco se puso en marcha con el objetivo de arrebatar Serbia a los otomanos. Al mando de las tropas austriacas estaban comandantes poco o nada competentes como: Coburg, Fabius, Warsterbelen, Mitrobsy, Devins y Lienchenstein. En lugar de contar con su mejor estratega, José II decidió prescindir del anciano mariscal Laudon, pues creía que su edad no le permitiría soportar los rigores de una campaña tan exigente. En lugar de poner a Laudon al mando, José II designó como comandante de sus fuerzas al mariscal Laczy, un militar dócil y carente de experiencia.


A medida que se desarrollaba la campaña, José II dio muestras de sus escasas dotes militares. Se había planificado atacar Belgrado el 16 de mayo, pero la noche del 15 de mayo de 1788, un inseguro José II ordenó cancelar el ataque a la débil fortaleza turca y retirarse. Para colmo de males, la campaña estuvo marcada por las enfermedades. Una vez más, las decisiones de José II resultaron fatales. Cuando el monarca austriaco ordenó que sus fuerzas acampasen en los pantanos de las riberas del río Danubio, los mosquitos causaron una epidemia de paludismo que asoló a sus soldados.


El emperador José II, que había desperdiciado la oportunidad de conquistar Belgrado, hizo gala de una excesiva prudencia, pues no se atrevía a atacar hasta que llegasen los refuerzos rusos. Mientras tanto, su ejército permanecía inmerso en el tedio, teniendo lugar disputas entre los soldados austriacos, húngaros, croatas y lombardos que componían sus fuerzas.


Ante lo desastroso de su campaña, José II finalmente optó por recurrir al mariscal Laudon. El viejo mariscal aceptó por el bien del ejército austriaco. Ya el 19 de julio, Laudon consiguió conquistar la fortaleza de Dubizca, aunque se produjeron algunas derrotas, como en el castillo de Rama, donde veintitrés austriacos murieron tratando de contener de manera épica a 4.000 turcos.


Laudon siguió cosechando pequeñas victorias locales para los austriacos, aunque finalmente, los otomanos lograron infligir duros varapalos a las tropas de José II, forzándoles a abandonar el valle del Danubio hasta Belgrado.


Finalmente, ambos ejércitos se prepararon para una gran batalla. Un contingente de 100.000 hombres del ejército austriaco se aprestaba al combate. Todo parecía presagiar que los combates tendrían lugar en Karánsebes. En la vanguardia austriaca marchaban los húsares imperiales, que llegaron a Kárensebes en el anochecer del 17 de septiembre de 1788. Los húsares no encontraron ni rastro de los turcos. En su lugar, se toparon con unos comerciantes nómadas valacos que les ofrecieron aguardiente.


Horas después llegaron las primeras compañías de infantería austriaca. Ántes de la llegada de la infantería, los húsares se habían dado a la bebida. Los infantes también querían el aguardiente, pero los húsares ya habían acaparado todo el alcohol. Se desató una disputa y los ebrios húsares se dispusieron a defender sus preciados barriles de aguardiente. Los soldados de infantería y los húsares se enzarzaron en una pelea cuyas dimensiones iban aumentando. Tuvo lugar un disparo y cayó un hombre. Alguien, tratando de hacer que los húsares abandonasen sus preciados barriles, gritó que venían los turcos.


Los húsares, temiendo tener que enfrentarse en condiciones de embriaguez a los otomanos, pusieron pies en polvorosa. La infantería, que no se había percatado de la treta para desalojar a los húsares, se dejó llevar por el pánico y se sumó a la huida.


Un coronel austriaco, tratando de poner fin a aquel caos gritó: Halt Stehen bleiben! Halt! (¡Quédense donde están! ¡Alto!). Sin embargo, las tropas húngaras, croatas, lombardas y eslovacas que integraban el ejército austriaco no entendían bien el alemán. Algunos creyeron que se trataba de los turcos gritando ¡Alá!


Los fogonazos brotaron de las bocas de los mosquetes y el caos se extendió. Las tropas que descansaban al otro lado del río se despertaron creyendo que debía de tratarse de la vanguardia turca.


En un cercado situado en el interior del campamento austriaco, los animales se asustaron por el estrépito de los disparos. Los caballos, aterrorizados, salieron en estampida, derribando la cerca y produciendo un ruido similar al de una carga de caballería. La artillería austriaca, creyendo que se trataba de la caballería otomana, abrió fuego con sus cañones. Los fogonazos de las piezas de artillería resplandecieron en la noche.


El pánico se apoderó del ejército austriaco. Con unas tropas que hablaban diversos idiomas, tratar de explicar el caos que reinaba se antojaba imposible. Las sombras que corrían tras los soldados en desbandada les llevaron a creer que se trataban de turcos armados con cimitarras, por lo que muchos terminaron disparando contra sus propios compañeros.


José II, convaleciente de su enfermedad, dormía en su carro. Aturdido por la somnolencia y los medicamentos, trató de averiguar qué estaba ocurriendo. Con la ayuda de un asistente, subió a su caballo mientras una masa dominada por el pánico corría hacia él. Uno de los asistentes se opuso a la marabunta de soldados despavoridos, blandiendo su espada y matando a varios de los que corrían alocados en dirección al emperador, sin embargo, el asistente terminó pereciendo bajo una marabunta de soldados. Arrollado por el tumulto, José II fue echado a un lado. El monarca austriaco fue derribado de su caballo y terminó cayendo al río. Empapado, José II llegó hasta una casa de Karánsebes, donde pudo ser rescatado por su guardia personal.


El pánico, como si de una devastadora enfermedad infecciosa se tratase, se había adueñado del ejército de José II y los conductores de las carretas de municiones, cortaron las cinchas para huir con mayor rapidez. En su desastrosa desbandada, quienes se interpusieron en su camino, terminaron aplastados bajo los cascos de los caballos.


Solo mucho tiempo después, los generales austriacos lograron hacer entrar en razón a las tropas y poner fin a la catástrofe. Dos días después, el ejército otomano del gran visir Yussuf Pachá llegó al escenario del holocausto y encontró 10.000 cadáveres. Todos aquellos hombres habían muerto por fuego amigo.


Así fue como el ejército austriaco se auto infligió una derrota en Karánsebes el 17 de septiembre de 1788. La catástrofe austriaca había sido fruto de la embriaguez, de la indisciplina, del pánico y de la confusión que generaron las múltiples lenguas que se hablaban en aquella fuerza militar.

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