Tales eran las medidas desplegadas en Colditz que el campo fue calificado de alta seguridad. Más aún, llegó a denominarse como antialemanes a los inquilinos de semejante prisión. De entre los diversos prisioneros que pasaron por Colditz puede nombrarse a David Stirling, creador del SAS (Servicio Aéreo Especial) de Gran Bretaña.
A pesar de los rigores de Colditz, aproximadamente 130 hombres consiguieron llevar a cabo evasiones exitosas. Los métodos que emplearon para escapar fueron tan diversos como ingeniosos, aunque no todos los intentos de huida tuvieron un final feliz. Prueba de ello fue el caso de un puñado de oficiales franceses, quienes, en 1941, tras excavar una galería que les conducía hasta el muro exterior de la prisión, fracasaron al ser detenidos por los centinelas alemanes. Igualmente, los polacos anudaron una sábana tras otra, hasta lograr descender treinta y cinco metros a través de las paredes. Sin embargo, la tentativa de los polacos se vio frustrada cuando un vigilante alemán escuchó el roce de las botas.
Sábanas anudadas por un grupo de prisioneros que trataron de escapar descendiendo a través de las paredes del castillo de Colditz.
Todo valía con tal de fugarse del deprimente ambiente de Colditz. Buscando un futuro mejor, con ansias por saborear la libertad, los holandeses también dieron prueba de su ingenio. Así, los prisioneros holandeses emplearon cabezas de yeso y madera a las que se referían con los nombres de “Max” y “Moritz”. Estas cabezas de muñecos resultaron muy efectivas a la hora de engañar a los guardianes en el conteo de reclusos.
Una de las cabezas de muñeco con las que los prisioneros engañaban a los guardianes en el recuento de prisioneros.
Más allá de los deseos por dejar atrás los muros de Colditz, los fugados necesitaban orientarse en territorio enemigo, sin olvidar que debían disponer de una documentación con la que burlar los controles alemanes o ropa con la que pasar desapercibidos. De este modo, los prisioneros organizaron en Colditz un taller textil y talleres de falsificaciones.
Con su creatividad agudizada, los reclusos inventaron ganzúas escondidas en navajas de bolsillo. También idearon unas cápsulas de tinte que se podían ocultar en pitilleras. Gracias a estas cápsulas era posible teñir los uniformes y hacer que los militares aliados hiciesen pasar sus prendas militares por ropas civiles. Precisamente, respecto a la vestimenta, el francés E. Boulé, haciéndose pasar por mujer, trató de escapar en 1941. Su tentativa de escape se vio truncada cuando su reloj cayó y uno soldado alemán se temió algo extraño.
El teniente Bouley haciéndose pasar por una mujer.
Los paquetes de cigarrillos se empleaban para ocultar el dinero alemán. Generalmente, las divisas alemanas se obtenían del dinero que portaban consigo los pilotos aliados que habían sido derribados. También los anillos y monedas de oro podían servir como recursos económicos de emergencia para los reclusos aliados.
Con toda su inteligencia volcada en hallar métodos de huida, los prisioneros de Colditz llegaron a fabricar sus propias llaves, copiando llaves maestras con los armazones de una cama o sirviéndose de pastillas de jabón para utilizarlas como moldes de llaves.
Para poder desplazarse y orientarse con precisión, los prisioneros aliados recurrían a mapas trazados a mano. De hecho, estos mapas llegaron a ocultarse en las cartas de una baraja de póker.
Las cartas de una baraja de póker ocultan mapas.
Pese a que Colditz, erigido en lo alto de una colina, se perfilaba como un baluarte inexpugnable, los propios guardias quedaron sorprendidos por los peculiares métodos y artilugios que eran capaces de inventar los prisioneros. El propio capitán Reinhold Eggers, al cargo de la seguridad de Colditz, creó un periódico que se distribuía entre los guardias y que describía las artimañas a las que recurrían los prisioneros aliados.
Entre las fugas más singulares, cabe destacar la del teniente holandés Abraham Pierre Luteyn y la del teniente del británico Airey Neave. Tras hacer un agujero en el teatro de la prisión, se deslizaron por una serie de manteles y se deshicieron de sus uniformes, bajo los cuales marchaban ataviados con uniformes alemanes. Fingiendo ser oficiales alemanes, junto a otros dos compañeros de fuga, lograron abandonar el castillo. Si bien sus dos compañeros fueron capturados más tarde, Luteyn y Neave se las arreglaron para huir, llegando sanos y salvos hasta ganar la ansiada libertad al arribar a Suiza.