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Alemanes en Normandía

Con la caída de Francia en 1940, los soldados alemanes destinados en tierras galas eran incapaces de creer que se produjese un desembarco en las playas francesas. La blitzkrieg o guerra relámpago no dejaba de brindar espectaculares victorias a la Wehrmacht. Pero a medida que la guerra se prolongaba y Alemania se mostraba incapaz de derrotar a los aliados y a la Unión Soviética, la amenaza de un desembarco empezó a cobrar fuerza.

Francia era un destino cómodo para los alemanes, lejos del implacable calor del desierto o de los gélidos inviernos rusos. Las tropas destinadas en Francia disfrutaban de un ambiente lúdico, donde abundaban las entradas para asistir al teatro. Disgustados por las comodidades de sus compañeros en Francia, quienes servían en el frente acusaban a los soldados que servían en Francia de “vivir como Dios”.


Sin embargo, un 19 de agosto de 1942, en la ciudad portuaria de Dieppe, la 2ª División de Canadá desembarcó en tierras francesas. Los alemanes, bien fortificados, lograron repeler el ataque. Aquel desembarco alertó a los alemanes y en consecuencia, se dieron órdenes para reforzar la vigilancia y las fortificaciones de la costa atlántica.


Era habitual ver a los soldados patrullando por los acantilados, con sus fusiles colgando del hombro mientras su vista se perdía en el horizonte. Entre la enorme masa azulada que era el mar eran incapaces de escrutar la flota aliada. Los soldados, que pasaban el tiempo reforzando sus fortificaciones y vigilando la costa, sucumbían al aburrimiento y en consecuencia, muchos terminaban por darse a la bebida.


Sin embargo, las derrotas alemanas comenzaron a sucederse. El curso de la guerra cambió con la victoria británica en El Alamein y con el triunfo soviético en Stalingrado. Las tropas del eje fueron expulsadas del norte de África y en el frente oriental, la todopoderosa Wehrmacht comenzó a ceder terreno ante el empuje del Ejército Rojo.


El hastío y el aburrimiento dieron paso a la tensión. Los centinelas germanos miraban al horizonte corroídos por la incertidumbre. Cada día que pasaba, solo veían las olas yendo y viniendo, pero también sabían que cada vez, la invasión aliada estaba más cerca. En la primavera de 1944, los nervios del soldado alemán estaban a flor de piel.


Tratando de protegerse del desembarco, se habían erigido 500.000 obstáculos y erizos metálicos a los que había que añadir 6 millones de minas. La costa estaba bordeada por búnkeres, alambre de espino, casamatas, emplazamientos de artillería y trincheras. Los campos habían sido inundados para dificultar los movimientos enemigos. Incluso se recurrió a los llamados “espárragos de Rommel”, que eran estacas de madera a las que se adosaban explosivos que estallaban al entrar en contacto con las lanchas de desembarco.

Cañón alemán perteneciente a la batería de Longues-sur-mer (Normandía, Francia).


Los defensores del denominado Atlantikwall de Hitler ya no gozaban de tanto tiempo de esparcimiento, pues apenas se les concedían permisos para visitar París. En cuanto a la relación con la población, no era habitual el contacto con los franceses, aunque algunos soldados alemanes tuvieron novias francesas. Por otro lado, quienes carecían de novias en Normandía, bien podían acudir a satisfacer sus apetitos carnales a un burdel situado en Bayeux.


El hecho de estar destinado en tierras galas tenía otras muchas ventajas, dado que Francia era un país con grandes reservas de alimentos, por lo que los alemanes aprovechaban para enviar a sus hogares lácteos, mantequilla y carne. 


El peligro no solo afectaba a las tropas situadas en la costa. Las zonas del interior eran bombardeadas sin descanso por la aviación aliada, que había arrojado más de 76.000 toneladas de bombas para aislar la parte occidental de Francia de Alemania. Los aliados sabían que era imperativo acabar con la red de infraestructuras alemanas para impedir la llegada de refuerzos germanos a las playas.


Mientras los soldados reforzaban las defensas y la Organización Todt continuaba trabajando en el Muro del Atlántico, el mariscal Von Rundstedt, como comandante alemán en el Oeste dirigía a sus fuerzas desde su cuartel en el suburbio parisino de St. Germain-en-Laye. Por su parte, el mariscal Rommel, que había ganado una gran fama tras sus espectaculares victorias en el norte de África, se instaló en el imponente castillo de la Roche-Guyon. El Château se erigía  junto al meandro del río Sena y a sus espaldas se situaban unos acantilados de piedra caliza y una fortaleza normanda en ruinas. Sin embargo, Rommel no pasaba la mayor parte del tiempo en la Roche-Guyon. El incansable “zorro del desierto”, en lugar de quedarse en su suntuoso cuartel general, inspeccionaba sin cesar las defensas costeras.

Castillo de la Roche-Guyon, cuartel general de Rommel en Francia.


La moral y la calidad de las tropas alemanas en Francia eran muy dispares. Parte de las divisiones alemanas carecían de medios de transporte y sus soldados bien eran excesivamente jóvenes o demasiado mayores. Los alemanes incluso habían recurrido a los denominados osttrupen, soldados reclutados de entre los distintos pueblos y naciones de la Unión Soviética. Eran muchos los alemanes que desconfiaban de la lealtad de los batallones ost y cuando llegó el Día-D, buena parte de estas tropas, tras oponer escasa resistencia, terminaron por rendirse a los aliados.


En contraposición con las tropas de menor calidad se encontraban los aguerridos soldados de las Waffen-SS. Estos hombres estaban fuertemente motivados y adoctrinados. Los Waffen-SS habían ganado una valiosísima experiencia de combate en el frente ruso y disponían de un armamento y equipamiento muy superior al de sus compañeros de la Wehrmacht.


Ahora bien, la escasa presencia de la Luftwaffe y de la Kriegsmarine era algo que preocupaba notablemente al mariscal Rommel. El dispositivo defensivo aéreo y naval era insuficiente para detener los masivos desembarcos aliados.


Entre quienes aguardaban en sus búnkeres, observando a través de las rendijas de tiro, aburridos, hubo quienes creyeron que el desembarco aliado nunca se produciría. El 6 de junio de 1944, cuando una vasta armada se perfiló en el horizonte, los más incrédulos tuvieron su respuesta: el desembarco de Normandía había llegado.

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